La señora Isidora

viernes 22 de enero de 2010

La señora Isidora siempre fue muy particular. Vivía desde que yo tengo noticia en un pueblo de la Rioja, pequeño pero animado. 

Su casa estaba en el centro del pueblo, frente al castillo y por su jardín corría un riachuelo truchero de poco cauce y aguas heladoras. Desde los dormitorios se oía el transcurrir del agua que arrullaba a la hora de conciliar el sueño. 
Era una casa modesta de dos plantas y por lo que recuerdo de techos muy bajos, lo cual no era mayor problema dada su estatura, y la mía. El suelo desnivelado te obligaba testarudamente a recorrer ciertos caminos dentro de ella. Una salita, dos dormitorios la cocina y el baño, en la planta principal, y las cuadras abajo.
La señora Isidora vivía en su casa con su marido y sus dos hijos de forma austera, rozando la necesidad.
El hijo mayor de nombre Isidoro como su madre, encontró una muerte fortuita con 17 años, envenenado al comer manzanas robadas del árbol de un vecino. José su segundo hijo cuando volvió de la guerra descubrió no sin asombro que su padre ya no vivía allí. 
Dice la leyenda que la señora Isidora le preparó la maleta y nunca más se supo. La convivencia entre madre e hijo tampoco fue boyante y terminó poco más o menos como la del padre, le preparó la maleta y a la calle. La diferencia es que a su hijo le echó con una mujer, dos hijos y otro en camino. 
Creo que más o menos así se explica cómo mi padre acabó viviendo en una cuadra en la parte vieja de Miranda con sus padres y hermanos.
La señora Isidora continuó con su vida en solitario; su corta pensión y el alquiler de sus tierras no daba para alegrías así que decidió arrendar una habitación a veraneantes de Bilbao. En su casa se alojaron las primeras que pasearon en pantalones para mayor escándalo de los autóctonos.
Roberto, el mediano de sus tres nietos, que era el ojito derecho de la abuela, también pasó largos veranos en su casa, veranos repletos de aventuras, gatos que pescaban truchas y las traían a casa sin cabeza para la cena y tardes dedicadas a la pesca de cangrejos. 
Según avanzaba en edad la señora Isidora dejó de admitir pupilos en su casa y allí vivió recibiendo esporádicas visitas de su nieto primero y de su biznieta más tarde. Cómo me gustaba el chocolate para diabéticos de mi bisabuela, y lo que disfrutaba yendo a regar los chopos cuando la visitaba con mi abuelo materno, señor que al que mi bisabuela trataba más y mejor que a su hijo. Con el tiempo pasé a ser su favorita. 
Todavía recuerdo la cara de estupefacción de la familia cuando conté que me había dado mil pesetas por coserle una liga. Nadie recuerda que ninguna otra vez diera nada ni a su hijo, ni a sus nietos, ni a ningún otro biznieto.
Una mañana nos llamó desde el pueblo para advertirnos de su cambio de domicilio, se había apuntado ella sola a una residencia de ancianos de Logroño y estaba a punto de coger un taxi para mudarse a sus 90 primaveras. 
A los 5 años murió una tarde después de comer, sin haberse quejado nunca de ningún achaque, ni haber estado jamás ingresada en ninguna ocasión. A mi abuelo, su hijo le enterramos años antes, ella no acudió al funeral por motivo de su edad. Semanas después de su muerte fuimos todos los nietos y biznietos, y pasamos en aquella casa la única noche que recuerdo allí, a los pocos días la casa se puso en venta. 
La compraron unos veraneantes de Bilbao, la primera reforma que hicieron fue subir el tejado medio metro.

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