El niño perdido y hallado en el templo

lunes 31 de mayo de 2010

La estructura majestuosa del edificio no deja lugar a dudas. Mucho dinero, mucho arte y mucho trabajo.
Su única torre es más que suficiente para enmarcar un edificio grandioso, otra maravilla de nuestro pasado.
Lo sorprendente es que está rodeado de tanta belleza que cuesta abstraerse en el edificio. Una vez dentro arte y cultura en cada rincón, la pintura que atesora merece por sí misma la visita; la escultura, el tallado en madera, la forja, los trabajos en alabastro...
Pero mi debilidad como siempre, los órganos.
Uno inmenso, con la caja de piedra en perfecto estado de conservación y afinado para las fiestas. Otro con tubos que tienen salida a dos naves con sus obscenas trompetas de batalla colocadas en perpendicular al órgano, y un tercero impresionante. Pero como es habitual, inaccesibles. Tanta maravilla y tan lejos. Lo bonito, y casi imposible de los órganos es tocarlos con las manos. Ver los teclados desgastados y ajados por el uso y por los siglos. Pensar quién los fabricó, conocer su secreto, manejar sus registros, oírlos. El sonido que hace que tiemble el suelo, y nuestra alma.
Tiene la Catedral otros ocho órganos menores, algunos positivos, pequeños, de madera policromada o tallada. Al alcance de la mano, con sus contados registros de varillas, docena, quincena, lleno. Con teclados de dos octavas y sin pedalier, que invitan a sentarse a tocarlos.Y cuando más embelesado te encuentras admirando lo que es posible atesorar en un sólo edificio, algo interrumpe la magia.Por megafonía se escucha:
- Un niño de nombre Alberto se ha perdido de sus familiares. Les rogamos que pasen a recogerle en el crucero de la catedral.
Y allí estaba dando un discurso a los conserjes que le escuchaban embelesados por su locuacidad, con cuatro años.

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